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enero 13, 2009

El fin del falso progresismo Jorge Fernández Díaz LA NACION

sera asi?
Comían en un restaurante del centro y se quedaban conversando hasta la
madrugada. Hacían un análisis detallado de la marcha del país y soñaban
juntos con lo que sucedería si llegaban al poder. Durante años de
menemismo tardío y alianza reluciente, Néstor Kirchner se reunía con
uno de sus principales aliados nacionales, hoy desterrado de su
gabinete y del país, y hablaba a borbotones de las políticas
fundamentales que habría de poner en marcha si llegara a ser presidente
de la Nación. Sin saber que el sueño algún día se volvería realidad.

"Te juro que tocamos todos los temas nacionales, hasta los más
ínfimos ?me cuenta el desterrado?. Y nunca, jamás de los jamases,
mencionó la política de derechos humanos ni los juicios a los
represores de la dictadura militar." Inmediatamente después de asumir
la Presidencia, Kirchner sorprendió a su amigo al colocar esa
problemática al tope de su agenda.


Dos meses después de la llegada de Kirchner a la Casa Rosada almorcé
con otro miembro de su entorno, al que conocía desde el otoño de mi
propia adolescencia.


Recuerdo que cuando yo era joven él militaba en un partido
trotskista y que era un gran jugador de ajedrez. Muchos años después,
se ufanaba ante varios contertulios, entre los que yo me encontraba, de
su heroica militancia en la Juventud Peronista de la Tendencia. "¡Pero
si vos eras trosco y odiabas a los montos!", le recordé. Me lo negó sin
pestañear, como si yo estuviera loco. Luego me encontré con dos ex
compañeros suyos y me relataron una escena parecida. Estaban
escandalizados: el flamante funcionario se había inventando un pasado
para pertenecer al círculo áulico de Kirchner. Un ilusorio ayer, como
decía Borges. Y se había creído la mentira.


Por aquellos tiempos almorcé también con un ex jefe de la
organización Montoneros. Fue un almuerzo un tanto surrealista, puesto
que ocurrió en una suite del más famoso hotel de la zona de Retiro.


Los montoneros cantaban, en los setenta, "¡Qué lindo, qué lindo que
va ser el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel!". Pero ahí estábamos,
en una habitación del Sheraton, degustando platos de autor y libando
vinos exquisitos. El ex dirigente se había convertido en un próspero
empresario y me citaba para contarme sus múltiples negocios.


Cuando Mario Eduardo Firmenich salió de prisión, el hombre que comía
frente a mí y me servía la copa le había dicho: "Pepe, se acabó. Ahora,
cada uno por su cuenta". El comandante Pepe siguió un tiempo vinculado
a la política, pero mi interlocutor se había desprendido del
guerrillerismo y se había abocado con tesón y éxito evidente al mundo
de las empresas. Curiosamente, este personaje se sentía más proclive a
reconocer errores que muchos intelectuales setentistas: les había
pedido perdón a varios de sus antiguos contrincantes políticos, a los
que Montoneros había despachado a golpes de granada y metralleta, y
tenía mucho pudor en andar levantando el dedo como si pudiera ser
fiscal de la República después de haber cometido tantos desatinos:
haber pensado que Perón era socialista, haber pasado a la
clandestinidad bajo un gobierno democrático, haber asesinado a
oponentes y a compañeros, y otras aberraciones de la época.


"¿Y qué piensa de los Kirchner?", le pregunté. El ex dirigente
montonero se limpió la comisura de los labios y dijo, educadamente:
"Durante la revolución sandinista, el pueblo tomó Managua y los
sectores derechistas debieron abandonar en las calles el armamento que
tenían y echar a correr. Cuando la batalla había terminado, los
estudiantes, que se decían milicianos, salieron de sus casitas y de las
facultades, tomaron posición en los nidos de los armamentos abandonados
y estuvieron toda una noche disparando contra la oscuridad y contra la
nada porque ya no había nadie. Después pidieron medallas. Eran
jacobinos con los enemigos, y afirmaban que ellos eran los que habían
hecho posible la revolución".



Lo miré a los ojos. El veterano montonero bebió un sorbo de malbec y me dijo: "Los kirchneristas son los milicianos de Managua".


La invención de un ilusorio ayer, la brusca vocación setentista y la
repentina adopción de las palabras y los símbolos de la izquierda por
parte de un peronista clásico y feudal no son, en sí mismos, buenos ni
malos. Son, simplemente, rasgos de un gran montaje: hacer pasar una vez
más al peronismo por lo que no es.


Pero ¿por qué los Kirchner adoptaron esta estrategia? La explicación
no es psicológica, sino política. Para entender la maniobra, que hoy
empieza a desgajarse, hay que partir de un hecho poco estudiado. En la
Argentina, el llamado progresismo lideraba la opinión pública.


El progresismo no es un partido. Es un movimiento invertebrado de
gran predicamento que se reserva para sí la autoridad moral de velar
por los pobres y desposeídos en un mundo dominado por el individualismo
y el mercado salvaje. Se trata de un colectivo que integran restos del
marxismo, socialdemócratas, ex alfonsinistas, nacionalistas de
izquierda y artistas libertarios. Las posiciones progre
vienen dominando históricamente el gremio de la prensa escrita, los
cenáculos intelectuales y la enorme grey urbana de la queja pop, que
representa las "buenas conciencias" y opera desde los sites de los medios y desde los contestadores automáticos de las radios.



Durante largo tiempo, los llamados opinators (opinadores
a mansalva) sostenían posiciones "progresistas". Menem unió a toda esta
gran familia en su contra: los setentistas, que por historia tenían más
experiencia de lucha, condujeron el colectivo contra el riojano y lo
hostigaron sin miramientos. Hijo de esa posición unificada resulta el boom del periodismo de investigación y denuncia de los años noventa.



"Contra Menem estábamos mejor", se quejaban los progresistas cuando se
dividieron aguas, en época de "Chacho" Alvarez y Fernando de la Rúa: ya
no estaban tan seguros de dónde estaba el bien y dónde estaba el mal.


Kirchner y su esposa tenían una pálida y remota militancia de
izquierda en los setenta. Pero hicieron fortuna durante la dictadura,
integraron la renovación justicialista, acompañaron el proyecto de
Menem y, al final, se transformaron en los primeros duhaldistas. Eran
tan peronistas que nadie podía confundirlos, en una noche de luna
llena, con ningún progre , por más mala vista que tuviera.



Raquítico de votos, en un país que le quedaba grande, Kirchner se
propuso entonces cautivar al colectivo progresista e incluso sentarse a
su volante. Lo logró con muy poco: ofensiva contra los dinosaurios del
Proceso, entrega a los setentistas de la política de defensa, subsidios
para las Madres de Plaza de Mayo, empleos públicos directos o
indirectos para periodistas e intelectuales adictos, y jubileo para
artistas populares del palo.


Fue una estrategia sumamente inteligente y exitosa. El hostigamiento
a los represores colocó al kirchnerismo como campeón de los derechos
humanos y sepultó bajo ese asfalto de bronce una tonelada de indicios y
sospechas de negociados turbios. El tan argentino "roban, pero hacen"
fue sustituido imaginariamente por el flamante "roban, pero enjuician".



Lo que horrorizaba en el "menemato" era minimizado e ignorado en la era kirchnerista: como si la honradez progre
fuera menos necesaria que la honradez neoliberal. Y así fue como muchos
manuales de ética y periodismo se quemaron en la hoguera de la
deshonestidad intelectual. No hay que hacerle el juego a la derecha,
argumentaban los mismos que eran fiscales éticos e impiadosos del poder
en los noventa. Y callaban, o relativizaban, o pateaban la pelota
afuera.


Kirchner entendió como nadie esta dicotomía de buenos y malos. Si
estás en el lado correcto, tenés a los opinadores a tu favor y se te
perdonan los renuncios. Si los tenés en contra, perdés y caés en
desgracia. Así de simple.


La anestesia fue tan grande que le permitió seguir obteniendo el
apoyo de gran parte de la comunidad progresista pese a sus evidentes
políticas de derecha. ¿Podríamos imaginar lo que hubiera ocurrido si
Menem o Macri hubieran pagado cash
y enterita la deuda externa al FMI mientras existían escandalosas
cifras de miseria en el país? ¿O si Duhalde hubiera empujado una ley
para permitir un blanqueo de capitales que abriera la puerta al lavado
de dinero? Digámoslo en castellano: el progresismo se los hubiera
comido crudos. En vez de eso, una parte importante del colectivo
festejó el primer gesto como un acto de autonomía del país soberano y
el segundo, como el feliz intento de repatriar inversiones para superar
la crisis.


A lo largo de cinco años de gestión a todo vapor y con todo el
poder, en el país de los Kirchner se abrió la brecha entre los ricos y
los pobres, aumentó la concentración económica, se utilizó el superávit
para subsidiar escandalosamente a los grandes consumidores eléctricos,
se incrementó el gran impuesto a los desposeídos que es la inflación y
se pagaron tasas usurarias a Venezuela. El matrimonio presidencial se
alió con los barones del conurbano bonaerense (Aldo Rico incluido),
apoyó a los gobernadores y caciques más recalcitrantes del peronismo
ortodoxo, cedió poder y beneficios a los burócratas sindicales, copó el
Consejo de la Magistratura, propició la censura, ayudó económicamente a
dóciles periodistas de derecha, mientras echaba de la televisión a
Jorge Lanata y Alfredo Leuco y de la radio, a Pepe Eliaschev, creó un
sistema de empresarios amigos de dudosa prosperidad y alentó a grupos
de choque que se dedicaron a amedrentar y a romper marchas callejeras
de libre expresión.


La posición crítica de varios intelectuales importantes del
progresismo, como Beatriz Sarlo, y la deserción de Miguel Bonasso, que
no tiene relevancia política, pero sí simbólica, va mostrando que la
épica progresista montada como relato y coartada tiene límites y fecha
de defunción.


Otro amigo mío, que militó en la Juventud del Partido Comunista y
que se divierte amargamente con las picardías de Kirchner, me dijo este
fin de semana agarrándose la cabeza: "Lo increíble no es que Néstor les
haya dado tanta papilla en la boca. ¡Lo increíble es que la hayan
comido con tanto gusto! Y ahora, de repente, se despiertan con
indigestión, abandonan la cocina y denuncian, indignados, al cocinero.
¿Cuántas veces los van a echar de la Plaza?".