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marzo 11, 2010

Crónicas del Paraná III La expedición de artistas y científicos se detiene en San Pedro. La periodista de Crítica de la Argentina aprovecha para dialogar con el pintor Coco Bedoya.

Ya no somos exploradores de un río sino expedicionarios en busca de un barco. El buque Paraguay, que deberíamos haber abordado en San Pedro para continuar nuestra travesía por el Paraná, está ahí, a unos trescientos metros, amarrado en el puerto de Rosario. Y nosotros, del otro lado de la reja que nos separa de la explanada, como prisioneros sueltos, esperando que nos dejen zarpar. Sabemos que una de las dueñas del crucero se llama Yeny, sabemos que Yeny dijo que el barco había sido demorado en Formosa por unos problemitas burocráticos, ahora también sabemos que fue demorado acá por unos problemitas técnicos, pero que ya, ya están por solucionarse. Quizás tarden sólo un par de días.
El crucero Paraguay dejó la categoría de medio de transporte para pasar a la de objeto de deseo: le sacamos fotos, acercamos la cara al enrejado para verlo mejor, adivinamos la pileta sobre cubierta, comentamos cuán pintoresca es su estructura de madera con ventanitas que le dan aspecto de vecindario, y señalamos esa rueda gigante de adorno que lo hace tan Mississippi. Pienso en Herzog, en la tapa de su libro La conquista de lo inútil, en la foto del barco que el cineasta alemán remontó para emular la aventura de Fitzcarraldo, un irlandés delirante que para construir una ópera en el medio de la selva peruana trasladó un vapor a rueda a través de una colina. Y Herzog, que tiene la locura y el ego suficientes para imitar ese tipo de empresas, hizo un film. Pero también un diario de viaje en el que pareciera decirnos: “Muchachos, si quieren ser artistas, mojen las patitas en el lodo”.
Casualmente, cuatro miembros de la expedición cargan La conquista de lo inútil en sus mochilas y Mariano Llinás ya no sabe si asombrarse o padecerlo cuando se lo nombran: “¡Es increíble, ya sos la tercera persona en este viaje que me recomienda leer ese libro!”, le dice a Ana, la directora del documental de Señal Santa Fe y canal Encuentro. Pueden ser Herzog o el diario de Darwin (que sale y entra de la mochila del periodista Julián Gorodischer como un misal): autores perfectos para mimetizarse con el espíritu de aventura. Pero también están los otros, los que se sentaban junto al río con su cuadernito, su pipa, sus tiempos fluviales, y dejaban que la cuenca del Paraná les hablara. Juanele, Madariaga, Barrett, Conti, Saer, y tantos otros autores que forman parte de la biblioteca que subirá a bordo (cuando Yeny nos deje subir).
La cuenca artística del Paraná es tan productiva como variada: va desde las Odas de Lavardén hasta Armando Bo y sus lugareños sádicos en La tentación desnuda. ¿Por qué? ¿Qué tiene el río que todos quieren decir algo sobre él? Busco en mi cuaderno de apuntes, en el que figura “hablar con Mito” (el antropólogo recolector de sonidos) y encuentro un fragmento de un Alberdi exaltado que a orillas del Paraná escribió: “Yo no sé si este sentimiento es común, pero nunca he podido pararme en las orillas de un río sin sentirme poseído de no sé qué ternura vaga, mezclada de esperanzas, de recuerdos, de memorias confusas y dulces. Las playas de los ríos han sido siempre una musa, un germen de inspiraciones para mi alma”.
Como no queremos perder el espíritu naturalista ni la idea de que tenemos que valernos de la experiencia directa, comprobar las cosas in situ, con Coco Bedoya decidimos ir a la costa, a esa franja de transición en busca del “espíritu inspirador del Paraná” del que habla el ideólogo constitucional.
En la costanera es la hora del mate, cuando el sol ya no pega en la ciudad porque se mete directamente en el río. La melena plateada de Coco apenas se mueve. Todavía hace calor pero se lo nota distendido, cómodo, liberado por un rato de la valijita en la que carga un bastidor y herramientas para hacer sus serigrafías (y por la que sufre cuando la revolean sobre la cubierta de una lancha o la bodega de un micro). Coco es peruano, un poco argentino –vive en Buenos Aires desde hace más de veinte años–, y de naturaleza nómade: nació a orillas de un río en medio del Alto Amazonas peruano porque su padre era constructor de antenas de radio y cambiaban de destino cada dos años. De ahí que el agua, que entró en su vida de manera pura y salvaje, sea la gran protagonista de su obra en serigrafía, esa misma técnica que desarrolló con las mujeres de la cárcel de Ezeiza en el taller La Stampa y a quienes les hizo conocer a un pintor llamado Berni, nacido casualmente a orillas del Paraná.

¿Qué te inspira este río, Coco? “Para mí el río es el fluir, y eso tiene que ver con pensar la historia de la pintura, del arte, como un flujo constante”, reflexiona. Y convertido en la prueba de que el río motoriza la creatividad, empieza a poner en palabras todas esas ideas dispersas que se le amontonaron en la cabeza desde que lo invitaron a ser parte de la expedición Paraná Ra’angá: “Quiero hacer una gran figura que vaya desde Rosario hasta Asunción, eso: voy a poner los pies en esta ciudad y la cabeza en Asunción, y el río Paraná va a ser el cuerpo que los una. En estos días voy a pensar bien qué forma quiero darles… También quiero que armemos un mascarón de proa para el barco, ¿viste que no lo tiene? Podríamos inventarle uno todos... y me gustaría completar un trabajo que vengo haciendo desde hace unos años”.
En su valijita, me cuenta, carga láminas de oro para incorporarlas a su serie “El retorno de Juanito Laguna”, en la que la imagen de un hombre que saca un cuadro en blanco del fondo de un río se repite. “Quiero que esos cuadros en blanco se conviertan en láminas de oro porque el oro es lo que vinieron a buscar los exploradores y es lo único que no encontraron; hoy el oro vendría a ser la cultura”. Coco quiere seguir, animado por la corriente amarronada. Pero como compañero generoso de travesía, me cede el espacio para que yo compruebe si existe ese soplo inspirador o si Alberdi exageraba con exceso de romanticismo. Miro el río, las islas a unos metros, el cielo que se oscurece. Sí, hay algo que invade, que llena los pulmones, que me trae palabras que me sé de memoria: “Corría el río en mí con sus ramajes. Era yo un río en el anochecer, y suspiran en mí los árboles, y el sendero y las hierbas se apagaban en mí. ¡Me atravesaba un río, me atravesaba un río!”. Pero son versos de otro, son versos de Juanele. Quizás lo mío sea un naturalismo mediado: soy una recolectora de palabras, de lo que otros ven.

El sol está a punto de esconderse y Coco se queda mirando el horizonte recortado por las islas, algo abstraído: seguramente esté imaginando una nueva figura, unos pies con alas de pescado, una cabeza con el pelo revuelto. “Hay que pensar al río como una mancha de color, una mancha que pinta todo a su paso y que nadie puede borrar, aunque lo intenten”, dice y vuelve a fijar la vista en el agua. Y entonces vuelvo a Alberdi: quizás la contemplación desde la orilla a la que estamos obligados por ser expedicionarios sin barco sea el contrapunto necesario de la aventura creativa. De ser así, no la odio tanto a Yeny.
Continuará

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